“No
me habéis elegido vosotros a mí,
sino
que yo os he elegido a vosotros,
para
que vayáis y deis fruto,
(Jn. 15: 16)
Agradezco
su amor, manifestado en sus felicitaciones, abrazos y entusiasta presencia; así
como en este verdadero ágape con que celebran mis cincuenta años en el
Sacerdocio, de los cuales treinta y seis han sido de vida Episcopal; pero, en
realidad, al que debemos agradecer y felicitar es a Dios, porque yo no escogí
ser sacerdote ni vivir un determinado número de años; sino que “el que hizo
los cielos y la tierra, el mar y cuanto en ellos hay” me escogió. Por eso me
digo: “Antoñito, tú no elegiste ser lo que eres, sino que Dios te eligió
para ser su sacerdote, obispo y arzobispo.”
¡Alabemos
y demos gracias al Dador de todo bien!
Corría
el año 52 del pasado siglo, habiendo terminado mis estudios en el Seminario de
Corinto y antes de ingresar a la Universidad Teológica de Atenas, el sábado 19
de julio partí hacia Trípoli. Llegué ese mismo día por la tarde y me dirigí
a la residencia del Arzobispo de aquel entonces, el cual me recibió de
inmediato diciéndome: “Bienvenido, hijo, y mañana que es el día del Profeta
Elías te voy a ordenar Diácono.”
A lo cual respondí: “Señor, deme, por favor, chance de invitar por lo
menos a mis padres y a mi familia.” Y su contestación fue: “Hijo mío,
nosotros no vivimos para nuestras familias, sino para el Señor.”
Por lo que acepté ser ordenado sin avisar a nadie. Y apenas pude, me dí
un tiempecito para acudir a mi padre espiritual y confesarme.
¡Tamaña
sorpresa la que se llevaron mis papás y familiares cuando, al asistir a la Misa
dominical, presenciaron mi Ordenación!
Así
inicié mi vida clerical. Las otras dos Ordenaciones, la Sacerdotal y la
Episcopal, se realizaron
de la misma manera.
Sin
embargo, este acontecimiento del 20 de julio de 1952, marcó mi vida, pues al
reflexionar sobre el compromiso adquirido, me estremecí y empecé a comprender
al Crisóstomo, quien demoró lo más que pudo su ordenación sacerdotal e
incluso trato de escaparse de la episcopal. ¡Claro! ¿Cómo dar Dios si no se
tiene? ¿Cómo derramar Dios
si no se está lleno de Él? ¿Acaso se puede ser guía si se desconoce
el camino? ¿O transmitir el Evangelio si no se vive? ¿Quién, si no la padece,
puede contagiar a los demás la locura del amor divino?
¡Qué
responsabilidad tan enorme ante Dios y ante los hombres acababa de echar sobre
mis débiles hombros! Como si no fuera poco velar por mi sola alma, ahora tendría
que hacerlo por la de todos aquellos que Dios me encomendaría a lo largo de mi
vida. Mas mi espíritu no decayó, porque donde abunda la debilidad sobreabunda
la gracia de Cristo. Comprendí que no estaría solo, pues El estaría conmigo.
El
Sacerdocio es un Sacramento Divino lleno de sacrificios, porque es para servir a
Dios y a la comunidad. Sacramento que hace al hombre partícipe del Sacerdocio
de Cristo y de su obra redentora.
Ser
sacerdote, ser obispo, es vivir para Dios y para los demás; es olvidarse de sí
mismo y entregarse plenamente a Dios, a quien no vemos, y al prójimo, a quien sí
vemos; es vivir la esencia del Cristianismo: Amar a Dios con todo el ser y por
encima de todo lo creado,
y al prójimo como a uno mismo.
Se
es sacerdote durante las veinticuatro horas del día. Y los alimentos básicos
que lo nutren son la Eucaristía, la Divina Palabra y la Oración.
¡Gracias,
Señor, por elegirme!
¡Bendita
la hora de mi Ordenación!
“...y os he destinado para que vayáis
y
deis fruto,...”
(Jn. 15:16 b)
Pasaron
los años, y mi vida continuó salpicada de dificultades y contratiempos, unos
pequeños y otros no tanto. El Señor forjaba mi espíritu para una misión que
nunca imaginé. Mi vida sacerdotal marchaba sobre ruedas y pensaba que el
Oriente era mi lugar, pero Dios me tenía destinado a Occidente.
Tan
sólo bastaron unos momentos del 5 de junio de 1966 para que mi vida cambiara.
Un nuevo horizonte surgió ante mis ojos: México.
El
Santo Sínodo me eligió Obispo de México, Venezuela, Centroamérica y el
Caribe, con sede en esta Ciudad de los Palacios, como la bautizó Humboldt. Mis
sueños y proyectos se derrumbaron.
Llegué
aquí obligado, porque fui electo y la elección no debe ser rechazada. Entré a
un país desconocido por su idioma, costumbres, mentalidad y manera de ser, con
una situación económica muy difícil y sin amigos; y a esto agréguenle los
moles, chiles, pulque, gorditas, memelas y alguno que otro sope o huarache. ¡Vaya
jugarreta del Señor!
Era
un perfecto desconocido entre desconocidos y en un ambiente desconocido.
Sufrí
mucho, ¿por qué lo he de negar? Sentí que dejé la luz de Oriente para
penetrar en la obscuridad de Occidente. Pasé por momentos de nostalgia,
incomprensión, malos entendidos, puerta en las narices e, incluso, desaliento,
reproches y reclamos a Dios. Sí, fue una temporada muy difícil y mi reacción,
natural; yo no soy extraterrestre, soy humano.
No
obstante, con la ayuda de lo alto, me sobrepuse y me entregué de lleno a
cumplir con mi misión: Sembrar la semilla de Dios, de la que brota la fe, la
esperanza y el amor. Me dediqué a servir, a ayudar, a vivir los problemas de mi
gente y convivir con los necesitados. Y entonces empezó a brillar Occidente con
una luz sin igual y, sin darme cuenta, el panorama cambió por completo.
A
los dos o tres años de haber llegado, empezaron a mencionarme como candidato
para alguna de las Arquidiócesis
de
Líbano, la Madre Patria. Mi rechazo fue rotundo. México era el lugar donde tenía
que dar frutos, y éstos no se hicieron esperar.
Hoy,
que me encuentro rodeado de todos ustedes, una vez más constato la ternura del
Señor y no sería capaz de reclamarle como Pedro: Y yo que he dejado todo para
seguirte, ¿Qué? Pues El señalándoles a todos ustedes me diría:”Aquí
tienes más del ciento por uno prometido.” Y tiene toda la razón, pues, acaso
¿no son ustedes mi padre, mi madre, mis hermanos y hermanas, amigos y amigas,
mis hijos e hijas? Sí , en verdad, en ustedes Dios me ha dado más del ciento
por uno.
“...y
que vuestro fruto permanezca;...”
Hace
algunos años, un periodista libanés visitó México, y cuando regresó a
Beirut, escribió un artículo diciendo: “El Arzobispo Chedraoui, por sí
mismo, ha formado en México un reino.” Es cierto, pero mi reinado está
dentro de los corazones de mis feligreses y de mis amigos; yo vivo en ellos
y ellos dentro de mí.”
Queridos
hermanos, mis treinta y seis años de Obispo, o sea, más de la mitad de mi
existencia, los he vivido en México; y aquí seguiré viviendo el tiempo que el
Señor me conceda. ¿Cuánto? Yo no lo sé, pero El sí lo sabe; con eso me
basta.
Yo
no amaba a México; más aún, me era indiferente, y como dicen: ni fu ni fa.
Algo lógico, pues nadie ama lo que no conoce. Mas desde que lo empecé a
conocer, me fui enamorando. Y mientras más lo conozco, más lo quiero, y a tal
grado, que desde hace varios años es mi segunda Patria. Sí, soy más mexicano
que el pulque, porque el pulque no ama a México, y yo, sí.
Soy
libanés por nacimiento y orgullosamente mexicano por voluntad; y muy mexicano,
no por tener mi credencial de elector actualizada, sino porque día a día, de
manera incruenta, doy mi vida por él al cumplir con mi deber.
Les
aseguro, porque lo he constatado, que, en verdad, “como México no hay dos.”
Es un pequeño paraíso. Dios lo ha bendecido con una gran riqueza de suelo y
subsuelo, con abundante variedad de flora y fauna, hermosos paisajes, y notables
orografía e hidrografía.
Pero
sobre todo, lo ha bendecido con su gente, ese recurso humano, inteligente,
ingenioso, creativo, de gran energía, amigable y alegre, sufrido y paciente, y
con un enorme corazón.
Éste
es el México que conozco y con él, el Señor me premió.
Éste es el México que Dios nos ha dado y del cual somos parte integral
y, por tanto, responsables. Entonces, ¿por qué no cuidarlo y
conservarlo? ¿Por qué no fortalecerlo y defenderlo, hasta con nuestra propia
vida? ¿Por qué no impulsar su progreso en todos los campos? ¿Por qué no
dejar de lado nuestro nocivo egoísmo? En una palabra, ¿Por qué no amarlo?
Amar
a los mexicanos es procurar su desarrollo, su mejoría, su bienestar. Amar a los
mexicanos es amar a México. Amarnos todos, unos a otros, es amar a Dios.
Dios
es amor
y mi misión siempre ha sido y es dar amor y sembrar amor, porque sólo el amor
perdura en la tierra, remonta la creación y permanece en la eternidad.
Doña
Marta, agradezco su presencia, delicadeza muy difícil de corresponder
merecidamente, y suplico que transmita nuestro cariño y respeto a nuestro
querido Señor Presidente, que en Usted está perfectamente representado en este
acto tan significativo de mi vida.
Mi
más cordial gratitud al amigo y Excelentísimo Señor Presidente de la República
del Líbano, por ese gesto que guardaré en el corazón, de otorgarme, por medio
de su Representante, una alta Condecoración del Gobierno Libanés y, al mismo
tiempo, agradezco a mi amigo, el Señor Embajador Nouhad Mahmoud y a todo el
personal de la Embajada por su cariño y sus atenciones.
Por
su compañía:
Mi
agradecimiento a mi gran amigo, General Rafael Macedo de la Concha, Procurador
General de la República;
Mi
gratitud a la gran Líder de la Cámara de Diputados y amiga, Licenciada Beatriz
Paredes Rangel;
Gracias,
Lic. Alfonso Durazo Montaño, Secretario Particular del Señor Presidente de la
República.
También
agradezco a nuestra querida Licenciada Doña Josefina Vázquez Mota, Secretaria
de Desarrollo Social;
Gracias,
Licenciado Roberto Madrazo Pintado, Presidente del Partido Revolucionario
Institucional y gran amigo;
Amigos
Gobernadores de Puebla, Hidalgo, Querétaro y Coahuila,
y Representante del Gobernador del Estado de México, muchas gracias;
Para
ti, hermano Juan Francisco, además de tu presencia, agradezco la generosidad de
tu cariño y lo bondadoso y sincero de tu amistad;
La
vida ha sido tan generosa conmigo que me ha regalado amigos y hermanos como
Olegario Vázquez Raña y Anuar Name Yapur. Gracias;
Excelentísimo
Señor Arzobispo de Yucatán, Don Emilio Berlie, no puedo callar que cada vez
aflora más tu cariño
y amistad. Gracias;
Mi
gran amigo Obispo Sergio Carranza, el hermano queridísimo, a quien considero
como mi ángel guardián: un gracias como se merece;
Agradezco
a mis amigos Senadores y Diputados que me honran con su presencia;
Padre
George , mi amplia gratitud. Te quiero mucho
y no te alabo porque sería alabarme a mí mismo;
Especial
agradecimiento a todos los Excelentísimos Embajadores que me honran con su
valiosa y muy honorable presencia.
Hermanos
Pastores, Representantes
de distintas Religiones, les agradezco su afectuosa compañía;
Mi
profundo agradecimiento a los Magistrados y a los altos Funcionarios del
Gobierno, por su presencia;
No
tengo palabras para agradecer a su majestad La Prensa, por su presencia y su
respetuoso trato. A muchos de ustedes los considero no sólo amigos; sino
hermanos.
Mi
más profundo agradecimiento al Consejo Directivo del Centro Libanés, presidido
por ti, queridísimo Julián y de la misma manera a los Expresidentes y sus
respectivos Consejos. Sociedades Ortodoxas, Maronitas, Melquitas, Drusas y
Libanesas, reciban mi cariñoso y especial
agradecimiento, no nada más por conmemorar con tan magnífico y cálido
evento mis tan especiales aniversarios religiosos; sino porque por ustedes
aprendí a amar, a luchar y a unirnos en una verdadera comunidad; y porque
durante tantos años han colaborado conmigo y soportado mi cariño, condimentado
con alguno que otro regaño.
A
mis hermanos en el Sacerdocio, presentes y ausentes, mi gratitud sincera por
permitirme ser su amigo y hermano.
Y
a todos en general, tanto a los que están más acá, como a los que se nos han
adelantado y están más allá descansando en el Señor: “Gracias, muchas,
muchísimas gracias”;
les prometo seguir queriéndolos, brindándoles mi amistad y cariño, y
continuar luchando por su bien hasta el último instante de mi vida. Y les
recuerdo algo que el Señor dijo muy claro:
“Quien
a vosotros recibe, a mí me recibe.”
“Todo aquel que os dé de beber un vaso de agua por el hecho de que
sois de Cristo, yo os aseguro que no perderá su recompensa” (Mc. 10;40a,41).
Ustedes
me han recibido y dado más que un vaso de agua; por eso, tan real como mi
“Gracias” es y será la recompensa del Dios Trino y Uno.
¡Dios
es Amor!
¡Amar es vivir!